Ruido

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El otro día pasó un caza sobre mi cabeza. No es que haya visto yo muchos cazas en mi vida, pero al instante supe ponerle nombre a aquella punta de flecha que pasaba por el aire haciendo un ruido de mil demonios, como de eco de asedio que volvía y te envolvía.

La imagen del caza no fue nueva, mis retinas atesoran horas de avistamiento de estos pájaros de metal gracias o a pesar de las pelis de Jolibú. Lo que fue nuevo para mí fue el ruido: espantoso, inesperado, daba miedo. Porque el ruido de un caza aparece antes que su dueño y retumba y no entiendes nada (por ser la primera vez) y rompe la paz, en este caso, de pajarillos silvestres en huerta de pueblo que despide el verano.

Acojonante, pensé. Imagina esto tres veces por semana en una ciudad asediada, imagina que un día lo extraordinario fuese poder oír los pájaros en los árboles y que el sonido de los cazas o de los bombarderos fuese lo habitual, imagina una existencia pintada de gris y miedo. Y ruido, mucho ruido anunciando desgracia, aniquilación y muerte. En un pueblo de piedra o en una ciudad de hormigón o de madera, como las de antes, de esas que ardían a la menor explosión.

Debían andar los militares aquel día de excursión o de prácticas o vete tú a saber de qué, porque esa misma tarde, volviendo a mi ciudad de origen en coche por autopista estatal, me crucé con el convoy más grande de camiones, tanquetas y vehículos disfrazados de camuflaje que he visto jamás.

Y mi cabeza empezó a volar: ¿Qué pasa si no son unas prácticas y el comienzo de la guerra o ataque defensivo o eufemismo que se prefiera se ha firmado ya en algún despacho virtual y han vendido ya nuestra suerte por una prebenda mayor? Mi carretera de siempre llena de tanquetas de manchas marrones y verdes. ¿Y si la tranquilidad anti-bélica que nos rodea se resquebraja como un buen sueño y de un día para otro hay más ruido de aviones sobrevolando el cielo de madrugada que despertadores sonando? ¿Dónde está el límite entre la paz y la guerra?

Parece que las guerras siempre les suceden a otros. A nuestros abuelos o a los vecinos de un par de países a la derecha o la izquierda del nuestro. Pero a nosotros no. Intuyo que el equilibrio en el que nos hallamos es más precario que el barbiano y que no nos damos por enterados a pesar de que haya compañías y creadores empeñados en recordárnoslo y crear conciencia: Me refiero a Atalaya y su Madre Coraje, al War Now de Teatro Soterraneo, a Maite Tarazona y sus Flores en la Cuneta, a Javier Liñera y su Barro Rojo. Malditas sean todas las guerras, dice Brecht a través de uno de sus personas y maldito el ser humano que crea los juguetes para masacrar a los de su especie. No sé de qué nos asombramos, – oí decir ayer a una persona en la radio. Somos todos hijos de Caín. La rama buena de la humanidad murió hace tiempo a manos de su propio hermano.

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