Todos asumimos el poder superlativo que tiene la imagen, y aún así seguimos subestimándolo. El ejemplo más reciente lo hemos tenido con los refugiados de Siria.
No fue una recogida de firmas, el discurso de un político o una columna de opinión en el New York Times, sino la terrible fotografía de un niño arrojado en la orilla del mar la que fue capaz de movilizar a toda la comunidad internacional frente al drama de los refugiados sirios.
Una imagen puede valer más que mil palabras, pero muchas veces es suficiente que valga una emoción para desencadenar un torbellino de reacciones. Y aquella foto cristalizaba como ninguna el horror. El horror de la indiferencia política ante la tragedia humana, como el de las olas que, sin alterar su vaivén, mecían aquel cuerpecillo sin vida. El horror de ver cómo cae brutalmente la culpa de los responsables en quien no tiene culpa ni responsabilidad alguna. El horror de sentirse impotente al observar un crimen que ya no tiene vuelta atrás, y que quedará impune en sucesivas vueltas hacia delante.
De la misma manera que una imagen se encumbra por la emoción que engendra, también se denuncia por lo contrario, porque bajo sus trazos nada vibra. Cuando la actriz Inma Cuesta denunciaba recientemente la manipulación que había sufrido una foto suya en manos de un cirujano del photoshop, que a golpecitos de «click» le había alisado la piel, cortado brazos y cadera para hacer más delgada la delgadez, y borrar cualquier rastro de imperfección humana, denunciaba precisamente eso: que su imagen se había convertido en una cáscara vacía, en una escultura de porcelana sin alma.
No es extraño que sea una actriz quien denuncie que el actual modelo de belleza que se nos impone lleva a encumbrar formas vacías, pues el oficio de la interpretación consiste en insuflar sentido, mensaje y emoción a lo que se ofrece en forma de texto, de personaje, o de partitura de movimientos. Convertir la imagen de una actriz en una muñeca sin expresión, es como dejar a un escritor sin tinta en la pluma, como obligar al escultor a trabajar sin tercera dimensión, como dejar a una matemática sin «X» que despejar; es una manera directa de lanzar un misil a la línea de flotación de su oficio.
El caso de Inma Cuesta, su sensibilidad a la hora de detectar cómo se transforma su fotografía en una estampita hueca, nos conduce pues a uno de los aspectos cruciales de la técnica actoral, pues el actor puede verse como un compositor de imágenes cuyo sentido se guarda y se transmite a través del cuerpo. A este respecto, siempre me ha resultado útil hablar la relación entre forma e información ligado al oficio de la interpretación, y en particular a cómo las formas corporales contienen capas infinitas de información, tanto para el actor como para el espectador, que revelan el mundo interior del personaje, sus pensamientos, sus texturas emocionales, sus deseos latentes. Lo que habitualmente se entiende como expresión corporal no puede desligarse de la impresión que ésta genera en la esfera emocional de quien hace ni de quien ve.
En este terreno de las dobles direcciones entorno a la imagen, aquellas que van de la forma a la información, y de la expresión a la impresión, fue maestro Michael Chéjov. Es famosa la capacidad de este gran actor para elaborar sus personajes a través de imágenes o lo que él llamó «gestos». Para Chéjov resultaba un trampolín crucial hallar el gesto que condensa la esencia del personaje, su voluntad, sus deseos, sus sentimientos. A la hora de encarnar a Erik XIV, por ejemplo, Chéjov tomó como punto de partida un gesto intenso que implicaba a todo el cuerpo, como si tratara de romper un muro invisible. Según el actor ruso, este gesto guardaba en sí «el destino, el sufrimiento interminable, la obstinación y la debilidad del personaje». Chéjov mantenía esta imagen en secreto durante la actuación, como una especie de brújula interior que orientaba todas las acciones del personaje.
A partir de Chéjov entendemos el formalismo como un desafío permanente del actor. Su oficio puede sintetizarse como un compendio de técnicas para que las formas no sean solo formas. Podemos ver al actor en duelo frente a la forma, como Lucky Luke frente a su sombra, tratando de ser más hábil que ella para que su vacío no le atrape. Hay que perforar las formas para revelar su pálpito, trascender las imágenes para que éstas vayan más allá de la mera contemplación, que aquello que al espectador le entra por los ojos inunde el resto de sentidos, también las memorias y los anhelos encubiertos.
Dice Bob Wilson, otro gran artista de la imagen pero desde la perspectiva de la dirección, que él da » instrucciones formales» a los actores; les dice cosas como «más rápido», «más lento», «este parlamento tiene que ser más largo» o «más espacio debajo de los brazos»; de manera que los actores pueden incorporar a esta composición de imágenes «sus propias fantasías, sus propias ideas, su imaginación». Wilson asume lo que apuntamos desde el inicio: el actor es alguien con un talento singular para desvelar el pulso que hay detrás de las imágenes y transmitirlas a través de una experiencia viva.